"El Parlamento del III Milenio", conferencia del presidente, Antonio Castro

El presidente del Parlamento, Antonio Castro, ofreció esta tarde, en el Salón de Actos de la Cámara legislativa, una conferencia bajo el título “El Parlamento del III Milenio” incluida en el ciclo “Derechos para el Siglo XXI”. El acto fue organizado por la Fundación Derecho, Sociedad y Cultura en colaboración con el Colegio Notarial de las Islas Canarias y la Academia Canaria del Notariado,cuyo máximo responsable, Lucas Raya, presentó el acto.

Acompañaron a Castro en la mesa presidencial la vicepresidenta primera, Cristina Tavío, y las secretarias primera, María Luisa Zamora, que presentó al orador; y segunda, Francisca Luengo.

30/mar/2011

Discurso del Presidente del Parlamento:“El Parlamento del III Milenio”

"Permítanme comenzar con una definición de San Isidoro de Sevilla: La ley deberá ser honesta, justa, posible, conforme a la naturaleza y a las costumbres patrias, conveniente al lugar y al tiempo, necesaria, útil, manifiesta, para que no caiga alguien en engaño por su oscuridad, no acomodada al interés privado sino al  común interés de todos.

Ante esa hermosa y vigente definición, formulada por uno de los grandes compiladores medievales, el título de esta charla, “El Parlamento del III Milenio”, puede resultar pretencioso y tardío.

Pero verán ustedes, que las reflexiones que, con su proverbial amabilidad me invitan a formular el Ilustre Colegio Notarial de Canarias y su Academia, están fundadas en verdades, antiguas y obvias, que devienen en tópicos que, por ciertos, precisan evocarse como una acción de pedagogía, para quien les habla y para quienes, tan amablemente, le escuchan.

La experiencia adquirida por mi dedicación política, y la presidencia de esta Cámara, me permiten aceptar el reto de la Fundación Canaria Derecho, Sociedad y Cultura y proponer, lejos de cualquier dogmatismo, un alegato sobre el papel del Parlamento en este ciclo de crisis y cambios trascendentales que vivimos. En el mismo, reitero posiciones expresadas desde que, en el verano de 2007, acepté este cargo que tanto me honra: Dije entonces: “El pueblo al que nos debemos, nos manda trabajar con entusiasmo y altura de miras; nos manda a subordinar cualquier circunstancia personal o de grupo al interés general; nos manda a buscar las vías del diálogo y el consenso, sin que esa disposición signifique renuncia alguna al debate de ideas ni a la defensa de proyectos y programas de la máxima legitimidad democrática”.

Prácticamente consumido el cuatrienio, reconozco y valoro las dificultades en las tareas presidenciales de mis antecesores; los equilibrios para mantener la independencia bajo el mandato del Reglamento y con las exigencias, lógicamente interesadas, de los grupos, de la oposición al gobierno y, también de las formaciones que lo sostienen.

Asimismo, agradezco sinceramente el papel de los diputados que me acompañaron en la Mesa, compañeras y compañeros que facilitaron mi trabajo y compartieron el honor de integrar el órgano de gobierno de la Cámara y, por ende, los gajes gratos y menos gratos del oficio.

Nobleza obliga, y antes de avanzar en el tema quiero dejar constancia de mi reconocimiento a las diputadas y diputados que desempeñaron su labor, en un cuatrienio difícil , trabajaron con ilusión y dignidad habiendo logrado hacer una labor brillante, en unas circunstancias que no fueron, como sabemos señorías, las cómodas y adecuadas.

Con el riesgo de insistir en lo sabido, parece adecuado significar que el legislador es la persona o el órgano del cual emanan las leyes; que sus deberes y responsabilidades están determinados por la Constitución y el Estatuto que, además, garantizan su independencia de los otros poderes del estado, el ejecutivo y el judicial.
El derecho gira en torno a la persona; las normas no se explican sino en función de las personas, de sus realidades y demandas. Los parlamentos, que constituyen la principal fuente de derecho en los estados democráticos, sólo tienen sentido en función de los ciudadanos y, para que su situación sea representativa y eficaz, tienen que ser, en primera instancia, cercanos; vivir y trabajar en la sociedad, y para la sociedad, y no apartarse de ella.
En esa premisa, el parlamentario debe estar unido a los electores y al conjunto social al que representa; conocer sus circunstancias y sus aspiraciones, que son las que fundamentan y motivan las normas para solucionar sus problemas.

La lejanía del ciudadano es un motivo de peso que imposibilita al representante para legislar objetiva y eficazmente.

La Constitución de 1978, que resolvió la asignatura histórica de articular el estado a partir de territorios diversos, consagró la capacidad de autogobierno; habilitó unas instituciones políticas que cumplen la condición de cercanía y, por tanto, cuentan con las mayores posibilidades para legislar de acuerdo con las respectivas ciudadanías, para ser sensibles, justas y eficientes en sus cometidos.

Para aprovechar, en todos sus valores, las ventajas de la proximidad con el administrado, se necesita una predisposición de los legisladores; y esa es la virtud de la prudencia; la humildad, frente a la temeridad y la soberbia que invalidan la acción política. La prudencia permite que un representante público, conozca la realidad en cada momento, actúe en la dirección idónea y acierte en la solución correcta.
Con la humildad se asumen también los errores, se corrigen, y se evita repetirlos en el futuro. En fin, prudencia y humildad, son dos valores capitales con los que podrá conocerse el deber ser, que es el fin de las normas y de la justicia.

Las Cortes Generales y los parlamentos territoriales deben, y pueden, tomar iniciativas políticas de fondo y son, por encima de cualquier otro poder, los más cualificados para debatir y definir su protagonismo en este joven siglo XXI, señalado por situaciones inéditas que inauguran, sin duda alguna, una nueva era.

En un corto plazo, el legislativo deberá dar un salto cualitativo en representación y legitimidad, tomar iniciativas de discusión política de alcance y diseñar un modelo de integración conforme a las realidades cambiantes.

Algunos constitucionalistas proponen, incluso, una reforma de la representación porque, además de ser un poder del Estado, el parlamento representa, con absoluta prioridad, a los ciudadanos.

El Parlamento, con mayúsculas, cada parlamento, deberá demostrar a sus electores que es capaz de asumir la diversidad existente en la sociedad y probar, con sus actuaciones, una serie de valores y exigencias que resultan inexcusables en la institución central de la democracia.

Estas se concretan en la representatividad, la transparencia, la accesibilidad, la responsabilidad, la eficacia y la fortaleza, que emana de estos valores, porque un legislativo fuerte es sinónimo de una democracia sólida.

Para evitar tentaciones totalitarias e injerencias de los otros poderes, e incluso de las fuerzas políticas en su independencia, las cámaras del siglo XXI deberán :

  • Asegurar la confianza en la integridad de los parlamentarios, mediante códigos de conducta y normas de control.

  • Racionalizar el proceso legislativo, sin menoscabo del examen adecuado de las leyes y el imprescindible debate que, sin intereses espurios y posiciones numantinas, contribuirá a su enriquecimiento.

  • Ejercer una supervisión y control del gobierno y de sus actuaciones.

  • Ser más abiertos e integradores en la composición y los métodos de trabajo.

  • Reforzar la independencia de los miembros de la Mesa y, en las actuaciones parlamentarias, liberarlos de los debates puntuales que, por su obligación institucional, han de programar y arbitrar.

  • Conceder toda la importancia que las formas parlamentarias exigen, manifestando el respeto a las discrepancias y tratando a los contrarios con el mismo trato que exigimos para nosotros; devolver la educación y la cortesía al lugar que históricamente le corresponde en la responsabilidad de nuestra representación del conjunto de la ciudadanía.

  • Mejorar la comunicación con los representados, tanto con la atención personal, como con los medios que la tecnología pone a nuestro alcance; esto es: interesar e implicar al ciudadano y a los sectores sociales en la trascendencia de nuestra labor.

Junto a todas estas acciones, la participación de la sociedad civil es esencial y será clave para el fortalecimiento de los parlamentos en el futuro, a las que habría que añadir mecanismos adecuados y la incorporación de las nuevas tecnologías.

Una muestra de esta preocupación es el principio de subsidiariedad, establecido por la Unión Europea como un mecanismo de participación y, fundamentalmente, para determinar quien debe actuar, con una sensibilidad especial a favor de la descentralización y la participación en los procesos de conformación de las normas, contando con todos los ámbitos parlamentarios.

La Unión Europea, según este criterio, actuará sólo en la medida en la que los objetivos de la acción pretendida no puedan ser alcanzados de manera suficiente por los estados miembros, según determina el Tratado de Lisboa en su artículo 5.

Abunda esta facultad de participación el artículo 6, que fija la obligación de los parlamentos estatales consultar, en cuanto proceda, los parlamentos regionales y autonómicos.

Asimismo, el Reglamento modificado del Parlamento de Canarias incluye, en su artículo 48, la previsión de atribuir con carácter general a la Comisión de Asuntos Europeos y Acción Exterior – sin perjuicio de la intervención del Pleno – de los dictámenes a remitir a las Cortes Generales con el parecer de la cámara sobre la vulneración de ese principio de subsidiaridad.

En esta dirección se precisa experimentar, con imaginación, generosidad y decisión.

Todas estas consideraciones tienen especial importancia en un periodo donde, a las diferencias objetivas de la política, se suma una crisis sin precedentes y una resaca partidaria, que se libra en el parlamento, en los medios de comunicación, y en la propia calle.

La peligrosa bipolarización, latente todavía, y la crispación que no ha cesado en esta legislatura, han impedido en ocasiones, acuerdos de amplia base; para salir del terrible atolladero, y para confundir, con pasión y sin inocencia, los papeles de las instituciones y las responsabilidades de los partidos.

En un clima poco propicio para la comprensión del adversario, la confrontación por todo, y por todos, pone en cuestión los principios de la democracia liberal; en la que el parlamento legisla, el gobierno ejecuta y los tribunales sancionan.

En esos parámetros se antojan difíciles, la reforma constitucional pendiente y la actualización de la institución parlamentaria – una creación decimonónica que ha prestado los mejores servicios al estado y exige, por lógica, revisiones – y también el impulso de los objetivos fundamentales que la Unión Europea fijó en el Tratado de Lisboa: convertir su economía, basada en el conocimiento, en la más dinámica y competitiva del mundo, capaz de un crecimiento económico duradero, creador de empleo y dotado de una mejor cohesión social.

Las fechas que vivimos, de crisis y con un calendario electoral fijado, no nos liberan de las obligaciones de prever, en un futuro inmediato y a medio plazo, los rumbos de nuestra nacionalidad; de consensuar actuaciones urgentes para atender a los mayores damnificados; de sentar las bases sólidas para que una coyuntura internacional desfavorable no asole las cuotas de bienestar conseguidas, con gobiernos de todos los signos, en la etapa de autogobierno.
Obligados por las necesidades sociales más perentorias, además de su atención con todas nuestras posibilidades y con la mayor urgencia moral, nos toca hacer también un ejercicio de autocrítica en cuanto hicimos mal y dejamos de hacer y, sin perder la perspectiva de los logros, ganados por todos, no caer, siquiera un minuto, en la autocomplacencia.
En el horizonte, que sólo es lejano en la geografía, Canarias, es decir, los ciudadanos y las instituciones canarias tienen una apretada agenda que resolver y que les corresponde lógicamente a quienes resulten elegidos en las próximas consultas.

Aquí, y cuando digo aquí hablo de todas y de cada una de las islas, necesitamos una articulación institucional y administrativa razonable; precisamos una administración pública dimensionada en todas sus instancias, que evite duplicidades y atienda con celo y competencia a los administrados.

En un esfuerzo de imaginación y en una actitud de supervivencia, debemos buscar colaboraciones y fórmulas mancomunadas entre los municipios para hacerlos viables y eficientes.

En un ejercicio de sentido común y limpio patriotismo, las entidades insulares deben ejercer sus derechos y facultades para cumplir con sus obligaciones como territorios singulares que son si, al margen de sus extensiones y demografías, queremos sumar. Si, por encima de intereses de parte, apostamos por el todo que es Canarias. Si queremos mantener la esencia del Estatuto de 1982 que, urgido hoy de reformas puntuales, incorporó el hito histórico de la representación basada en la triple paridad, que superaba pleitos añejos y satisfacía, a la vez, legítimas aspiraciones.

Tenemos que corregir los desequilibrios territoriales, que han reaparecido con la crisis, por deberes de solidaridad consagrados en la Constitución y el Estatuto y, por la urgencia imperiosa de plantear un modelo de desarrollo sostenible que comprenda la totalidad de nuestro territorio.

Para esa empresa imprescindible y colosal resulta obligatorio recuperar el espíritu unitario que resplandeció cuando todos los ayuntamientos y cabildos, de todos los signos políticos, acordaron por unanimidad defender el autogobierno canario con el mismo rango que el de las comunidades históricas, porque frente a sus hechos diferenciales, Canarias tiene el mayor número de singularidades de todas las comunidades del estado.

Hacia fuera estamos obligados a situar a nuestra tierra en el marco común del estado autonómico, pero también resaltamos las radicales diferencias con las comunidades peninsulares e, incluso, de las islas entre sí; el handicap de la distancia con el continente e, incluso, de las distancias interiores en el Archipiélago.

Y estamos seguros que todas esas circunstancias, con una defensa común de todas las fuerzas políticas, se pueden poner en valor, tanto a nivel del estado, como de la Unión Europea que tiene aquí su frontera sur, para desarrollar unas potencialidades que, hasta la fecha, no hemos podido materializar y que se resumen en nuestra valiosa situación entre tres continentes, en nuestra tradición internacional y en nuestra vocación atlántica.

Si bien son muchos los valores y los aspectos históricos, sociales y culturales que unen a los distintos pueblos de España, lo mismo que a las Islas entre sí, también son muchos los aspectos que las singularizan. Esa comunidad coincidente se ve notablemente enriquecida por las peculiaridades y diversidades, que constatables y respetadas, han de servir para sumar.

Ambos aspectos, los coincidentes y los divergentes, son verdades sin cuestión; negarlas o no reconocerlas, son errores en los que han caído con frecuencia muchos pueblos. Las sociedades que se organizan de espaldas a la realidad están condenadas al fracaso; la historia nos ha enseñado en múltiples ocasiones que es lo que ocurre cuando las normas nacen como experimentos sociológicos y no responden a una necesidad social; la realidad acaba vengándose.

Mantengo mi convicción de que todo es perfectible y que mañana será mejor que hoy. En ese mañana próximo, que casi rozamos con los dedos, creo en la existencia de un Parlamento de Canarias que atienda las obligaciones y los sueños del siglo XXI, que enfila su segunda década.

La modernización demandada deberá considerar las necesidades sociales vigentes, las nuevas e, incluso, las que podamos vislumbrar en el futuro. Esto obliga a analizar los cambios ocurridos y los que tendrán que ocurrir en la economía, la sociedad, las características del Estado, las innovaciones tecnológicas, especialmente en las comunicaciones y la información, las cuestiones medioambientales, los paradigmas de la teoría de la gestión y los procesos de regionalización y globalización.

Se exige una acción enérgica y convincente frente al peligroso fenómeno de la desafección a la democracia y ante las posibilidades y los obstáculos que ofrecen los medios de comunicación; se impone un espíritu de servicio y una cultura del esfuerzo ante las complejidades del quehacer legislativo y el ejercicio de la política.

La acción política es imprescindible y por tanto incuestionable. En el nuevo estilo que ordena el mundo globalizado, creo y defiendo un parlamento representativo, transparente, accesible, responsable, eficaz, fuerte y solidario para afrontar los objetivos estratégicos que se vislumbran en el futuro canario; un parlamento que, además de asegurar el “status quo” de este territorio único, priorice la viabilidad de soluciones concretas que atañen a la inclusión social, obras de infraestructura y conectividad, educación y desarrollo de proyectos científicos y tecnológicos, profundas reformas vinculadas a la previsión social, la participación de la mujer, como nunca antes en todas las manifestaciones de expresión y poder ciudadano.

Como elementos de producción de normas, parlamentarios y parlamentos han de esforzarse en lograr la mayor excelencia en su elaboración y redacción. Las Leyes deben ser ejemplares, no sólo en cuanto a su justicia de fondo, sino también desde el punto de vista formal.

Las normas expresan ideas, pensamientos, deseos y mandatos que tratan de hacer visible a todos el "deber ser". Y cuanto se manifiesten más fácilmente, se hará posible que el "deber ser" se convierta en realidad. La norma debe ser paradigmática no sólo por su contenido, sino también por su continente; y su dignidad exige la máxima pulcritud en su formulación.

Tanto en el ámbito estatal, como en el autonómico, ha crecido el número de normas de forma exponencial, creando duplicidades e incluso contradicciones, que hacen que los ciudadanos, incluidos los profesionales, se vean aturdidos por un cúmulo de preceptos de difícil asimilación. Y, sí a ese aumento, sumamos la premura en su elaboración, el resultado es que, difícilmente se logren textos con calidad formal que avalen su permanencia en el tiempo, ya que desde el mismo día de su publicación, al tiempo que solucionan unos problemas, generan otros a sus destinatarios, por las deficiencias de expresión que dificultan su aplicación. Y esos defectos pueden llegar incluso a frustrar los fines perseguidos por las normas.

Hoy las Leyes son continuamente reformadas y algunas tienen, lamentablemente, vidas muy cortas, a diferencia de Leyes que, como el Código Civil llevan más de un siglo de vigencia. Pero esta sobreabundancia y fugacidad normativa, o la premura con que se aprueban, no puede ser excusa para bajar el listón en la calidad de los textos.
Al contrario, ha de ser acicate para que las normas que salgan del Parlamento, convertidas en Derecho positivo sean modelo de redacción clara, sencilla, sin oscuridades, para que sean normas jurídicamente técnicas y, al tiempo, fácilmente entendibles; para que no planteen dudas que dificulten su aplicación por los ciudadanos, juristas e intérpretes. Con ello contribuiremos a aumentar la seguridad jurídica, que es una exigencia tal y como recoge la Constitución, y al tiempo se logra dignificar la labor legislativa y se presta un mejor servicio a la sociedad, y al ciudadano pues una norma clara siempre defenderá mejor sus derechos.

El ciudadano del Tercer Milenio, tiene derecho a un ordenamiento jurídico cada vez más asequible en su redacción y calidad, donde la excelencia jurídica e incluso literaria, contribuyan a la claridad y previsibilidad, y esta debe ser la obligación del legislador del presente y de cara al futuro.

El parlamentarismo del Tercer Milenio, debe reflejar las distintas sensibilidades y proyectos, y sumar la voluntad común de transformación y progreso social, integrado por representantes que respondan a las cualidades que Demóstenes, en el siglo III antes de Cristo, y en defensa de la independencia de Atenas, ante la voracidad uniformadora de la Macedonia de Alejandro Magno – exigió a los legisladores: “Los deberes del legislador se reducen a buscar sólo lo bueno, lo justo y lo útil y, después de encontrarlo, hacer de ello un precepto general y uniforme, que será lo que merezca el nombre sublime de Ley.”

Con ese cometido enunciado por el filósofo griego y con las herramientas que propone Jacques Maritain para la racionalización de la política – “la libertad, la ley y la dignidad de la persona” – el camino y el esfuerzo tendrán su premio."